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miércoles, 20 de noviembre de 2019




EL SALARIO DEL MIEDO




Título original Le salaire de la peur
Año 1953
Duración 140 min.
País Francia Francia
Dirección  H.G. Clouzot
Guion  H.G. Clouzot, Jérome Géronimi (Novela: Georges Arnaud)
Música Georges Auric
Fotografía  Armand Thirard (B&W)
Productora Compagnie Industrielle et Commerciale Cinématographique (CICC) / Filmsonor / Vera Films / Fono Film
Sinopsis
La tensión entre cuatro trabajadores de una compañía petrolífera estallará durante un peligroso viaje durante el cual transportan nitroglicerina. (FILMAFFINITY)  https://www.filmaffinity.com/cl/film463225.html

Sinopsis

La tensión entre cuatro trabajadores de una compañía petrolífera estallará durante un peligroso viaje durante el cual transportan nitroglicerina. (FILMAFFINITY)


Premios
1953: Festival de Cannes: Palma de Oro, mejor actor (Charles Vanel)
1953: Festival de Berlín: Oso de Oro
1954: Premios BAFTA: Mejor película

Críticas
  • La obra maestra -junto a "Las diabólicas"- de Clouzot narra la peripecia de un grupo de hombres encargados de transportar un camión cargado de dinamita a través de un agreste país latinoamericano. El riesgo de que el cargamento explote con la menor sacudida da a la misión -y por ende a la película- no sólo un grado de suspense memorable, sino también un tono existencial -nihilista en ocasiones- realmente emotivo. Un soberbio "tour de force".





El salario del miedo

(H.G. Clouzot, 1953)

 Autor:

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Protagonizada por Ives Montand, «El salario del miedo» nos traslada al pánico real, al que no tiene nada que ver con el terror de ficción cinematográfica actual. Es el miedo que puede sorprendernos en cualquier momento.
 Una sección de JORDI REVERT.
El espectador de hoy cree conocer el miedo. De hecho, cree reconocer en las depuradas derivas del cine de terror todo aquello que necesita saber del miedo: el terror de impacto, el golpe de efecto, la brutalidad como credo visual, a veces hasta cierta erosión de la normalidad cotidiana, pero casi siempre la caducidad del desasosiego al llegar los créditos finales. Sin embargo, una vez el miedo significó algo más, un tiempo en el que el horror no era prácticamente su único activo. En aquel entonces, el miedo podía significar que el espectador vería rota su comodidad existencial cuando advirtiera, desde su butaca, que el hombre no era más que un pelele en manos de un sistema que lo podía destrozar a su antojo en cualquier momento. Podía convertirlo en ceniza, reduciendo su vida a la nada en cuestión de segundos, o hacerlo temblar de desesperación mientras se ahogaba en el líquido en el que había puesto todas sus esperanzas de futuro.

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El capitalismo salvaje y el nihilismo atroz se daban la mano en esas dos escenas de «El salario del miedo» («Le salaire de la peur», Henri-Georges Clouzot, 1953), una de las obras maestras olvidadas de la historia del cine. En ella, cuatro hombres atrapados en un pueblo inmundo de apátridas, delincuentes y vagabundos en un innombrado país de Sudamérica, ven la oportunidad de escapar de su aburrida pesadilla a cambio de conducir dos camiones cargados de nitroglicerina a través de la jungla. Poco importa que se trate de una misión suicida: los voluntarios se amontonan y la traición y el asesinato se abren paso para conseguir el puesto de trabajo. La oferta es escasa, la demanda es salvaje y el mercado, como bien ilustrara Costa-Gavras en «Arcadia» (2005), no permite hacer prisioneros. Uno de los candidatos espeta al resto aquello que no parece advertir: «No sabéis qué es el miedo, pero lo veréis. Y es contagioso como la peste. Y cuando lo coges, es para siempre».
En esa frase, seca y poderosa, reside el alma de la película y de un director que, denostado por el caprichoso canon de los críticos de «Cahiers du Cinéma» que luego fundarían la Nouvelle Vague –a excepción de François Truffaut, su único aliado dentro del grupo–, quedaría relegado al injusto segundo plano del «cinéma de papa». Henri-Georges Clouzot entendía el miedo, y junto a él, la parte más oscura del ser humano. Sus películas respiraban fatalidad, dejaban intuir la personalidad atormentada de un realizador que a lo largo de su carrera sufrió las suficientes desgracias como para ganarse el título de cineasta maldito. La enfermedad, la muerte, los rodajes truncados y la condena política o crítica a su cine le persiguieron a lo largo de su vida. Pero en medio de ese recorrido tremebundo, Clouzot consiguió obras incómodas y capaces de radiografiar la mezquindad humana como nadie lo hizo. En «El cuervo» («Le corbeau», 1943), captó la esencia del mal extendiéndose como un cáncer en una pequeña localidad francesa del régimen de Vichy. En «Las diabólicas» («Les diaboliques», 1955), el miedo era una elaborada arma que culminaba, sobrepasando el umbral de lo soportable, en un premonitorio infarto en pantalla de Véra Clouzot, su esposa y actriz fetiche.
 Entre una y otra, Clouzot alcanzaba fama internacional y se ganaba el apodo de «el Hitchcock francés» gracias a «El salario del miedo», adaptación de una novela que Georges Arnaud –un escritor con un aura no menos maldita que la del director– había publicado en 1950. Dice la leyenda que Hitchcock trató de hacerse infructuosamente con los derechos del libro que finalmente se quedaría Clouzot [ambos en la foto superior], y que este se le adelantó una segunda vez cuando hiciera lo propio con los de «Celle qui n’était plus», novela de Pierre Boileau y Thomas Narcejac que daría pie a «Las diabólicas» –lo que, curiosamente, propició que Boileau y Narcejac escribieran «D’entre les morts» pensando en Hitchcock, que acabaría adaptándola en «Vértigo (De entre los muertos)»  («Vertigo», 1958)–. Sea cierta o no, el suspense insostenible practicado por Clouzot en la película justificaba la comparativa a lo largo de casi dos horas y media de atmósferas cargadas de sudor y suciedad, tensión a punto de explotar y una completa gama de las peores manifestaciones humanas.
 «El salario del miedo» no es solo un thriller superdotado para triturar los nervios de un espectador acomodado a partir de un argumento desconcertantemente simple: es una obra insólita por cuanto entiende el mundo y las reglas por las que se rige como una prolongación de la naturaleza depredadora de las personas, víctimas de un sistema que, valiéndose de su sueño de ascender socialmente, les obliga a desfilar sobre la muerte. La imagen del Jo de Charles Vanel agonizando y hundiéndose en el petróleo no podría ser más explícita a la hora de subrayar el carácter pernicioso de un capitalismo que ha convertido la mano de obra en carne de cañón. Y la tragedia que se intuye en cada curva pedregosa alimenta el germen del miedo en cualquiera de esas vidas que ha claudicado ante un relato oficial que se impone como único e irrecusable. Aún hoy, la cinta de Clouzot es esa expresión vigente y tremebunda de lo que significa vivir atenazados por la incertidumbre en cada segundo de existencia, conscientes de que al siguiente podemos desaparecer fulminados, sin ser más que otra cifra en la ecuación que todo lo sostiene.
CRITICAS A LA CARTA : EL SALARIO DEL MIEDO

 ‘El salario del miedo’ (‘Le salaire de la peur’, 1953) es la película más conocida de Henri-Georges Clouzot junto con ‘Las diabólicas’ (‘Les diaboliques’, 1955) —para el que suscribe, aunque estimable, bastante inferior a la que hoy nos ocupa—, realizador francés del que en estas páginas hemos hablado sorprendentemente una sola vez. Resulta curioso que siendo Clouzot un gran olvidado, dos de sus películas tengan una gran aceptación popular, ambas en la famosa lista de la IMDb, y también suelen incluirse entre lo mejor del cine francés de los años 50 —una época realmente prodigiosa—, y que fuese la más pedida por vosotros en esta sección ha supuesto, para mí al menos, una gran alegría. Está claro que si vosotros no la hubierais pedido, podría haber tenido cabida en la sección “Añorando estrenos” o en un posible “Verdadero Gran Cine de Aventuras”.
En la primera porque no hay en la actualidad un estreno que contenga casi dos horas y media de gran cine como esta película lo tiene; y en el segundo porque entre otras muchas cosas, ‘El salario del miedo’ es una gran aventura, una en la que a través de la emoción se nos habla del espíritu humano, de su fortaleza, de lo que se es capaz de hacer por salir de la mediocridad, o por la dignidad que significa el seguir respirando, seguir viviendo —la mayor aventura de todas— en un mundo lleno de pobreza, de crueldad, de desesperanza. Clouzot alcanzó esa perfección con la que sueñan tantos cineastas, y el resultado fue una obra de arte, la primera película que ganó los dos premios gordos de dos de los más prestigiosos festivales del mundo, Cannes y Berlín. 58 años después de su estreno, no ha perdido ni un sólo ápice. Al contrario.
‘El salario del miedo’ nos lleva, con un inicio que años más tarde repetiría Sam Peckinpah en ‘Grupo salvaje’ (‘The Wild Bunch’, 1969) —unos niños torturando a unos bichos—, a un pueblo fronterizo en el que la vida es poco menos que miserable. La pobreza lo inunda todo, y unos personajes que llegaremos a conocer a fondo se las ingenian para sobrevivir día a día. Este tramo ocupa aproximadamente unos 50 minutos de metraje, y Clouzot utiliza la cámara para acercarse a lo tristes y míseras que pueden ser las vidas de las personas. De una aterradora descripción, el realizador se toma su tiempo en hablarnos de unos personajes de lo más variopinto, la mayoría de ellos hombres. En dicho retrato no existen ni el blanco ni el negro, sino una sugerente gama de grises que visten cada una de las personalidades que pululan por ese pueblo, perdido de la mano de Dios. Aunque dicho tramo es una presentación, y el meollo de la película viene en su segundo tramo, es una parte prodigiosa que revela a Clouzot como un perfecto creador de atmósferas —la suciedad que impregna las vidas de los personajes prácticamente puede palparse—, y sobre todo como un gran narrador.
Así pues conoceremos de primera mano a Mario (Yves Montand), que siempre sueña con regresar a París, y su extraña relación con un recién llegado, Jo —Charles Vanel en un papel que fue pensado para el gran Jean Gabin, pero que rechazó alegando que no quería dar vida a un cobarde—, un mafioso que se ha quedado sin blanca y busca hacer dinero rápido. También están Luigi (Folco Lulli), un buenazo de corazón, de los pocos que tienen un trabajo, pero al cual una enfermedad en los pulmones no le depara un gran futuro; y Bimba (Peter Van Eyck), alguien que aprendió de su padre el estar perfectamente aseado, para tener buena presencia en caso de que la muerte decida visitarle. Cuatro personaje unidos por una peligrosa misión: transportar una gran cantidad de bidones de nitroglicerina hasta unos pozos petrolíferos para hacerla estallar. Dos camiones, cuatro hombres. Un camino lleno de peligros, debido al mal estado de la carretera, pero del que si salen victorioso recibirán la astronómica cifra de 2.000 dólares cada uno. El azaroso viaje llena el segundo tramo del film, donde Clouzot va más allá, creando una aventura llena de suspense.
La fotografía de Armand Thirard, habitual colaborador del realizador, alcanza su máxima expresión en este segundo tramo, radicalmente distinto al primero, y sin embargo también muy descriptivo. Si en la primera parte, la película alcanza cotas de relato costumbrista en el que se nos dibuja una forma de vida, en el segundo tramo Clouzot combina con envidiable destreza aventura y suspense, poniendo en vilo al espectador ante cada uno de los obstáculos que los personajes se encontrarán en su infernal camino. Con un ritmo muy acertado —la película no cansa a pesar de su larga duración— y un montaje que envidiaría el mismísimo Hitchcock, Clouzot construye varias set pieces, donde el más difícil todavía fluye con absorbente convicción. Es imposible no sentir inquietud y nerviosismo en instantes tan poderosos como los de la carretera de amianto —el casi choque entre los dos camiones lleva al límite al espectador—, la voladura de una gran roca en el camino, el sorteo de un barranco maniobrando encima de suelo de madera podrido, o el impresionante paso por una charca llena de petróleo. Instantes llenos de una gran tensión y en los que se marca con fuerza la naturaleza del ser humano.
Entre los resortes que utiliza Clouzot para narrar su historia llama la atención el fuera de campo, utilizado en ambos tramos de forma muy distinta, y con sorprendentes resultados. Uno es aquél en el que Jo, que en principio no es elegido para conducir uno de los camiones, hace acto de presencia a la hora de salida con la esperanza de que el elegido no aparezca. Curiosamente se preguntan dónde está y el último que le vio fue precisamente Jo. Con el gesto que éste hace y tras describirle como alguien que no es de fiar, el espectador enseguida sabe que Jo ha tenido algo que ver con dicha desaparición. Otro se produce en un inesperado momento en el que Jo se lía un cigarro a bordo de uno de los dos camiones, y un misterioso viento le lleva el tabaco, cambio de plano a una explosión en el horizonte, y enseguida sabemos qué destino ha tenido el primer camión. La crueldad reside todo el relato, y la visión esperanzadora, aquella puesta en una vida mejor, está representada finalmente por un vals que anima a levantarse a celebrar la vida misma, un don que algunos desgraciados tienen que ganarse.
Pero si años después Stanley Kubrick utilizaba el mismo vals para hablar del triunfo del ser humano a través de los avances tecnológicos, haciendo bailar literalmente a dos naves en el infinito espacio sideral, en ‘El salario del miedo’ Mario hace bailar su camión antes de llegar al provechoso futuro que le espera gracias al dinero que acaba de cobrar, pero el destino le demostrará lo irónica y lo hija de puta que puede ser la vida a veces, sobre todo con aquellos que no tienen esperanza, mostrando el final que nos espera a todos, hayamos sorteado una gran cantidad de peligros, o bailado sonrientes. Para Clouzot la vida es dolor, y la alegría se encuentra encerrada en pequeñas dosis, para conseguirla hay que sufrir. Y no dura.