Artículo I.
18/1/2012LA M
LA MUERTE EN DIRECTO
LA MUERTE EN DIRECTO
Debido a la fiebre de los reality shows, pensé que sería un buen momento para recuperar el clásico de Bertrand Tavernier La muerte en directo (La mort en direct,
1980). Sin embargo, al repasar el film, he descubierto que ha sido
profético en más de un sentido, y poco a poco ha dejado de ser ciencia
ficción para convertirse en nuestro presente.
Basada en la novela
de David G. Compton The Continuous Katherine Mortenhoe, Or The Unsleeping
Eye, la película narra la historia de Roddy (Harvey Keitel), al cual le han
implantado una cámara en el cerebro y todo lo que ven sus ojos es debidamente
grabado. Se somete a esta operación para ser "la cámara" del nuevo
programa Death Watch. El objetivo de este programa es grabar y
documentar la muerte de Katherine Mortenhoe (Romy Schneider), enferma terminal,
para que pueda ser seguida por millones de telespectadores. Algo con lo que
Katherine no está del todo de acuerdo.
El tema principal es
la muerte: la fascinación y el miedo que nos provoca. En el plano que abre la
película vemos a una niña jugando despreocupada entre las tumbas de un
cementerio, la cámara se eleva y vemos al fondo una ciudad; las tumbas y los
edificios parecen confundirse. Desde el primer momento la muerte está presente
en la película. Sin embargo, no es el único tema que trata.
El morbo y el placer
de ver a una persona humillarse parecen ser los principales motivos por los que
los reality y los talent shows permanecen en pantalla. Este morbo y esta
fascinación son llevadas al extremo por Tavernier, donde nos presenta una
sociedad futura (la nuestra) ansiosa por ver como Katherine se enfrenta a la
muerte. Esto es así porque esta sociedad ha escondido la muerte, los viejos y
viejas son llevados a unas residencias donde mueren discretamente, apartados de
la sociedad. No muy diferente de nuestra sociedad obesionada por lo nuevo y
brillante, como niños pequeños.
Es también una
sociedad sin imaginación: Katherine trabaja creando libros escritos por una
computadora. Ella introduce diferentes elementos y la sofisticada máquina se
encarga de crear la ficción. Libros creados en masa, como coches en una
fábrica, sin personalidad, inofensivos y fácilmente digeribles.
Katherine
se ve convertida en el acto en una celebridad: la prensa la acosa, desconocidos
le piden autógrafos y siempre hay mirones intentando ver el interior de su
casa. Es famosa no porque se muere, sino porque se muere en televisión. Otro de
los signos de los tiempos que vivimos: gente que se hace famosa por el simple
hecho de salir en televisión. Lo que ha llevado a la creación de una nueva
profesión: la persona que se dedica a ser famosa (o popular, más bien) y que se
dedica a vender su vida para seguir siéndolo.
Roddy,
con sus ojos convertidos en cámaras, es la perfecta representación de nuestra
sociedad. La operación implica que no pueda estar nunca a oscuras ni cerrar los
ojos. Ya no duerme ni mucho menos sueña, buscando continuamente estímulos para
sus ojos. Es una adecuada descripción de nuestra sociedad de continua
información y perpetuo estímulo. El silencio inquieta a la gente, lo obliga a
pensar, así que es mejor vivir continuamente estimulado y no pensar demasiado.
Lo que ha llevado también al síndrome del niño impaciente: queremos las cosas ahora,
no tenemos tiempo para esperar.
Dejando
de lado alegorías, metáforas y la profundidad de los temas que trata, La
muerte en directo es una interesante combinación de drama y ciencia
ficción, que se ve beneficiada de un estupendo reparto y una fantástica banda
sonora de Antonie Duhamel. Por un lado resulta interesante ver como Katherine
se enfrenta a la situación en que se ha visto metida y, por otro lado, resulta
también interesante la evolución de Roddy, en un principio entusiasmado por ser
usado en el experimento pero poco a poco vemos como le va afectando y se
empieza a cuestionar todo el asunto.
La
película fue rodada en inglés, así que ésa es la VO, ya que fue una
coproducción entre Francia, Alemania (entonces Alemania del Este) y Reino
Unido.[i]
Titulo original
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La Mort
en direct
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Realizador
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Escenografos
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Bertrand Tavernier, David Rayfiel
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Actores principales
|
Romy Schneider, Harvey Keitel, Harry Dean Stanton |
Países
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Francia, Alemania, Inglaterra
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Género
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Drama
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Estreno
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Duración
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128 minutes (2 h 8)
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Dans un futur proche où la science a réussi à vaincre les plus grandes maladies, Katherine Mortenhoe, une écrivain à succès, apprend qu'elle est
atteinte d'une maladie incurable et qu'il ne lui reste plus que quelques
semaines à vivre. Elle est contactée par une chaîne de télévision qui souhaite
la filmer pour son émission La Mort en direct. Refusant l'offre, elle
sera filmée à son insu par Roddy, un cameraman, grâce à une caméra implantée
dans son cerveau.
Fiche technique
- Titre : La Mort en direct
- Titre anglais : Deathwatch
- Réalisateur :Bertrand Tavernier
- Scénario : Bertrand Tavernier et David Rayfiel d'après le roman The Continuous Katherine Mortenhoe, or The Unsleeping Eye de David Compton.
- Production :Ekie Kfouri, Bertrand Tavernier coproducteur et Janine Rubeiz (non créditée)
- Musique : Antopine Duhamel
- Image : Pierre William Glenn
- Pays d'origine : France Allemagne
- Genre : Drama
- Durée : 128 minutes
- Dates de sortie : (France 11.01.1980) ; (Allemagne 09.05.1980)
Distribution
- Romy Schneider : Katherine
Mortenhoe
- Harvey Keitel : Roddy
- Harry Dean
Stanton : Vincent Ferriman
- Thérèse Liotard :
Tracey
- Max von Sydow : Gerald
Mortenhoe
- Caroline
Langrishe : Fille dans le bar
- William
Russell : Dr Mason
- Vadim Glowna : Harry Graves
- Eva
Maria Meineke : Dr Klausen
- Bernhard Wicki : Père de
Katherine
Récompenses
- 1980 Nomination à l'Ours d'Or
au Festival de Berlin
- 1981 Nominations aux Cesar de
la meilleure photographie, du meilleur montage, de la meilleure musique
originale, du meilleur son et du meilleur scénario (original ou
adaptation).
El nuevo voyeur
En la época que se rodó La
muerte en directo, hasta cierto punto, se podría considerar a Tavernier,
un realizador moderno, que proyectaba una mirada clásica sobre todo lo que
tocaba. Su respuesta al nuevo cine francés, regresando a los orígenes
defenestrados de la Calidad Francesa de la mano de la escuela de guionistas
del realismo psicológico, como eran Pierre Bosch y Jean Aurenche, topaba de
frente con el concepto, ya no tanto de autoría cinematográfica, si no con la
distinta concepción de la descripción tanto del entorno como del interior de
los personajes. De hecho, si enfrentamos las óperas primas de Tavernier y
Truffaut, no podría ser un ejemplo más clarificador: Allí donde en Los 400
golpes (Les quatre-cents coups, 1959) se conjugaba el pesimismo
social con el optimismo, casi desesperado, del joven protagonista, en El
relojero de Saint-Paul (L'horloger de Saint-Paul, 1973), el
protagonista, pese a tener todas las puertas cerradas de ante mano, consigue
siempre avanzar hacia el optimismo a través de una particular redención. La
confrontación padre-hijo es tan diferente en ambos films, como la concepción
de la historia para ambos realizadores. Si en el film de Truffaut el padre
era un símbolo globalizador de a donde había llegado la sociedad francesa con
esa mezcla ambigua de hedonismo, nihilismo y estupidez, en el film de
Tavernier, sólo se descubre el inconmensurable amor de un padre, capaz de
resignarse a todo, excepto a perder a su hijo, si no bien físicamente, al
menos moral y emotivamente.
La valentía de Tavernier le
llevó no ya pocos amigos, si no infinidad de críticos y detractores, que
aprovechaban la más mínima ocasión para desacreditarle tanto a él cómo
persona, cómo a su cine. Así, un film tan arriesgado e innovador como es La
muerte en directo, una ambigua historia de Ciencia Ficción, que baraja
temas tan importantes como la perversión social a través de los medios y la
deshumanización frente a un mundo ávido de una nueva pornografía (tal
como proclama el productor de la cadena NTV, Vincent Ferriman / Harry Dean
Stanton); fue duramente atacado, tachándolo tanto de pesado (que no lo es
en absoluto) como de presuntuoso, esto último quizás derivado de la intensa
personalidad del realizador, dotando al film de un lirismo que si bien,
la mayoría de las veces es más que correcto (en especial toda la secuencia
final en casa del ex-marido de Catherine, Gerald / Max Von Sydow), puede en
algunos casos quizás alargarse en demasía. De hecho, la mayor pega que le veo
a los films de la primera época de Tavernier es su tendencia a dilatarse
quizás en excesivo, en ocasiones enturbiando la calidad del film, como en el
caso de El juez y el asesino (Le juge et l'assassin, 1975), en
otras siendo capaz de retener la armonía, pero sin tampoco añadir nada más,
como en el caso de La muerte en directo o Corrupción (1280 almas)
(Coup de torchon, 1981).
El argumento de La muerte
en directo, extraído de la novela de David G.Compton "The continuous
Katherine Mortenhoe", según Tavernier, se sitúa en un margen de entre 5
y 20 años posteriores a la filmación de la película (eso sería entre 1985 y
el 2000). Este futuro imposible, es prácticamente indiferenciable del actual,
pues tanto los decorados como el propio devenir de la historia nos aleja de
cualquier referencia post-moderna, más allá de la trama con la que arranca el
film: Un joven reportero de la cadena de TV, NTV, acepta implantarse una
cámara en el cerebro para poder filmar a través de los ojos la muerte por
enfermedad de la escritora Katherine Mortenhoe (Rommy Schneider) Como ya últimamente se han llegado a televisar ejecuciones públicas en los EEUU, se pueden hacer una idea de la degraduación de la ficción con el paso del tiempo.
El carácter fantástico
del film queda denotado en los mínimos detalles que da Tavernier de un mundo
ultratecnológico (desde
ordenadores que escriben solos sus historias a profesores televisados para
cada alumno) y por una ambigua realidad social, donde la policía carga
con dureza sobre manifestantes que son pagados por el estado (!). Este
sutil uso del género empareja a Tavernier tanto con Jacques Tourneur como con
Michael Powell (cuya El fotógrafo del pánico / Peeping Tom,
1960, se ve hasta cierto punto homenajeada por el film de Tavernier, con la
diferencia de que la mirada de Roddy (Harvey Keitel) es proyectada por todos
los televisores del mundo, y la del protagonista del film de Powell es
únicamente para su propio placer), en su inteligencia para remarcar el carácter
genérico como mero decorado para centrarse realmente en la historia y en los
personajes (No por casualidad La muerte en directo está dedicada a Tourneur, así como Daddy Nostalgie (ídem, 1990) está dedicada a Powell, que había fallecido sólo un año antes.).
Tavernier recupera el
formato panorámico, Panavision,
tras estrenarlo con El juez y el asesino, y con él dibuja un film
tembloroso, con numerosos travellings y grúas, en especial en
las persecuciones que pueblan el film, quizás como símbolo de la fragilidad
de la huída, no tanto física de la protagonista, como mental, para intentar
apartar la presencia de la muerte a un lado. El hecho de que todo sea
una vil trampa, orquestada por Ferriman, no deja de ser una paradoja, pues si
Kate no hubiera huído, la cadena de TV le habría encontrado a tiempo para
curar su enfermedad provocada, y para cuando ya lo descubre, en una secuencia
maravillosa en casa de Gerald, decide poner fin a todo: tanto al programa y a
sus productores, como a su incapacidad, la de la propia Kate, para luchar y
salir victoriosa de cuantos conflictos posee. Y es que pese a ser una mujer
tremendamente dura, es una figura totalmente herida, a quien la falsa noticia
de su enfermedad acaba por hundir por completo. De hecho, Kate, es una mujer
que vive con un marido anodino, tan útil como un microondas, enfrentada a una
máquina-escritora que la rechaza una y otra vez, y, para colmo, ex-mujer de
un hombre al que ama, pero con el que no pudo vivir pues la grandeza de él
como persona culta acababa por empequeñecerla, hasta no poder más y tener que
huir de ese matrimonio que la consume.
Realmente la historia es
apasionante y compleja, si bien toda la primera parte se sostiene en la
fascinación de Roddy, interpretado por un excelente Harvey Keitel
(atención a la escena en la cárcel cuando llora al presidiario que no apague
la luz), que se hallaba perdido por Europa buscando los papeles que no le
ofrecía el mercado norteamericano al considerarlo un actor "raro"
(5), por filmar la degeneración de Kate (queda latente su gusto por la
tragedia cuando le comunica al montador si había cogido, como en un arrebato
de dolor a Kate se le caían las pastillas), para luego dar paso a una extraña
redención, tras una brutal escena en que ve lo filmado por sus ojos y cerebro
en un bar de un pueblo y comienza a llorar, dándose cuenta de todo el mal que
le estaba creando a su compañera y amiga incauta de viaje, para luego él mismo
llegar a forzar su ceguera para así dejar de filmar/ver a Kate, en lo que es
ya un acto inútil, pues la condena que pesa sobre la mujer, ya la ha
dispuesto para lo inevitable. El viaje que Kate efectúa es una huída hacia
atrás, va a encontrarse con la muerte mediante un regreso al pasado, y no
tanto para exorcizar sus errores en el pasado, si no para reconciliarse con
ellos. Como un último intento de mirarse al espejo y reconocerse, es decir,
un viaje hacia la muerte más bella, una muerte en la que se equilibren todos
los sentimientos y uno sea capaz de sonreír.
El encuentro entre Kate y
Gerald, llevada por la maravillosa interpretación de Schneider y Von Sydow ,
es tan frágil que se podría romper con un leve silbido. El amor que se
proyectan entre ambos, de alguna manera mostrado de forma metafórica por
Gerald, al hablarle sobre música con tanta pasión como la que siente por
Kate, aunque ésta sea incapaz de expresarla, terminando con el dramático
final, totalmente en off para el espectador -de hecho,
el que Roddy sea ciego es lo que nos cierra las puertas a la tan esperada
visión de su muerte- convierten el clímax del film en lo más bello del
mismo, sólo con silencios y miradas Tavernier consigue expresar todos los
sentimientos de los presentes. De alguna manera, la trama principal,
desaparece con los ojos de Roddy, todo lo visto anteriormente era la mirada
de Roddy sobre la vida de Kate, su rendición ante la realidad del horror que
está filmando (algo de lo solamente parece darse cuenta la ex-mujer de Roddy,
Tracy / Théresè Liotard), significa el fin tanto para nosotros como para el
espectador de la ficción, así como el final del ambicioso productor Ferriman.
De alguna manera, el
personaje de Ferriman, estaría emparentado en el tiempo con dos de los
mejores antihéroes retratados por Tavernier: el policía Cordier de Corrupción
(1280 almas) y el Capitán Conán de, obviamente, Capitan Conán (Le
capitaine Conan, 1996). Los tres personajes están construidos como la
persona que entrega a la sociedad lo que ellos necesitan, pero que no quieren
en ningún caso ni ver ni aceptar. La ética que envuelve a estos personajes,
tan contradictoria como lúcida, les lleva a cometer los más viles actos.
Fijaros, en La muerte en directo, Ferriman filma la degeneración de
una mujer provocada por él mismo y sus doctores, sin que ella sepa que lo que
le hace enfermar son las píldoras que ellos le han dado con el pretexto de
evitar el dolor de la (inexistente) enfermedad; en Corrupción (1280 almas),
Cordier, con su aspecto bobalicón y simplón, se convierte en uno de los
personajes más sanguinarios de Tavernier , al matar tanto a culpables (el par
de mafiosos que mandan en la ciudad, el marido que pega a su mujer) como
inocentes (el indígena que le ayuda a enterrar uno de los cadáveres); por
último, Conan, se presenta como el soldado perfecto, tan cruel y despiadado
con el enemigo, como a la hora de defender a sus hombres, incluso de excesos
como el robo y el asesinato. Estos tres personajes, basculan una ética
únicamente comprendida por ellos, pero cuya fuerza les obliga siempre a
seguir en pie, pues por lo general, su astucia siempre ha ido por delante de
su suerte.
Este
peregrinaje le sirvió a Keitel para cimentar su conciencia como intérprete,
siempre a punto para rodar con cualquier director novel y en cualquier tipo
de film, ya fuera en las brillantes Los duelistas (The Duellist,
1977. Ridley Scott) o Blue Collar (Ídem, 1978. Paul Schrader), o en
las irregulares La noche de Varennes (La nuit de Varennes,1982.
Ettore Scola) , e incluso, El caballero del dragón (1986. Fernando
Colomo). Es curioso pensar que Tavernier había pensado en principio para sus
personajes principales en los intérpretes Robert DeNiro y Jane Fonda, por
aquella época, mucho más a la alza que Keitel y Schneider.
La actriz llevaba tiempo intentando alejarse de sus papeles más
bondadosos y dulces, buscando personajes mucho más turbios como Lo
importante es amar (L'important c'est d'aimer, 1974. Adrzej
Zulawsky), Inocentes con manos sucias (Les innocents aux manis
sales, 1974. Claude Chabrol) y la propia La muerte en directo. La
actriz, como por todos es sabido, se suicidaría tres años más tardes de
protagonizar el film, asolada por el suicido de su primer marido y la muerte
de su hijo.
Es curioso como el personaje de Von Sydow en el film se parece tanto en
el film de Tavernier al que Woody Allen rodaría años después en Hannah y
sus hermanas (Hannah and Her Sisters, 1986). En ambos films el
personaje de Sydow es el de un hombre extraordinariamente culto que acaba por
asfixiar a la mujer con la que vive, aunque él esté terriblemente enamorado
de ella. Es realmente duro este retrato de un hombre enfrentado a dos amores,
uno físico y otro anímico, incapaz de entregarse por igual a ambos, siempre
tendiendo al más egoísta, de una manera casi incontrolable, lo que acaba
conllevando al abandono y a la soledad.
(6) Desde luego, el primer puesto en esta categoría sería ese precursor de Henry,
retrato de un asesino (Henry, Portrait of a Serial Killer, 1986.
John McNaughton), que es el Joseph Bouvier de El juez y el asesino, un
prototipo de psycho-killer, mucho antes de que Fincher los pusiera de
moda casi 15 años después [iii]
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The idea of
voyeurism as a defense from an overwhelming reality, is something that every
citizen of the 21st century now understands. The endless, artless video looping
of the twin towers recorded a micro-Hiroshima and Nagasaki that unfolded in world consciousness
in real time, but the machine buys us time to deal with the reality of
instantaneous death. La Mort en Direct. Or Death, Live.
These days
we have reality television, virtual reality and the Jean Baudrillard comic book
versions, The Truman Show (Peter Weir, 1998) and The Matrix (Andy & Larry
Wachowski, 1999). But Bertrand Tavernier made a movie on this subject back in
1979, set in the near future, which is to say our vulgar present. In
Deathwatch, Katherine Mortenhoe (Romy Schneider) is dying in a world where
science has banished the angel of death. Roddy (Harvey Keitel), a television
director, has a camera implanted in his eye to secretly record the process of
death for an American network.
Unlike most
of his contemporaries, Tavernier is very concerned with the morality of
representing certain acts or images. A camera does not give you a “safe
conduct”, it demands responsibility. A filmmaker, in his view, can never be
vigilant enough:
Roddy is
becoming a living camera. I felt a kinship to that. The fear I feel as a
director is of two sorts. It sometimes seems that everything you see, you
immediately unconsciously transport into terms of filmmaking. That can be very
dangerous because you can witness something sad or close to you and suddenly
think, my God, that would be great in a film. It’s horrible. I did that a
couple of times and felt ashamed. I wrote a line for the movie about the second
fear. Roddy’s wife says ‘He understood things only when he was filming them.’
Sometimes I feel I’m only real, I’m only open, only noticing things when I work
and not when I live. That is a danger which I think a lot of artists feel.
– Bertrand Tavernier on Deathwatch
– Bertrand Tavernier on Deathwatch
Secular art
creates a space for people to reflect on their lives. It is a parallel
universe, which serves the same function as Tomatsu’s mirror. If we are too
distracted to notice beauty, too numb to feel pain, if we don’t have
mindfulness of our lives, art can give us back a piece of that lost world. That
is the seductive power of art. But it can also alienate us from the people we
love. In ‘Round Midnight, Francis makes (presumably silent) films of Dale,
trying to stay the moment, to savor the music in his head, to the exclusion of
everything else.
This
phenomenon is not limited to the film era. Art is a kind of savage platonism.
The ideal takes no prisoners. An example from the life of Berlioz: a
Shakespeare company had come to Paris
for the first time, upon the stage the tragedy of Hamlet was enacted; Hugo,
Dumas, and Delacroix and Berlioz are in the audience. Though none of them speak
English, they are thunderstruck by the experience. Berlioz is infected by an
insane passion for Harriet Smithson, the second rate actress who incarnated
Ophelia. He pursues her for the better part of five years. He composes the
Symphonie Fantastique for her, which is a morbid fantasia of a spurned lover
who kills his beloved and is sent to the scaffold. Strangely enough, Miss
Smithson at last agrees to marry him. The marriage is a disaster, for having
crossed the dreamline, Berlioz finds his ideal all too human, his love
sublimated in the Fantastic Symphony, and Harriet Smithson becomes a kind of
mad Ophelia.
Lulu (Didier Bezace), a narcotics cop, undergoes a similar experience in L.627 (1992). The film is an unflinching portrait of the daily lives of an urban drug squad. Dysfunction is the name of the game. Swamped in mindless paperwork, we witness the casual racism of the squad. The “body-count” mentality of Dodo, the aptly named leader, leads to pointless suffering. But there is no relief, for the flics live in a sullied world of alcoholism, tenuous camaraderie, and divorce. Lulu, who once applied to film school, moonlights as a wedding videographer. We watch him trying to edit his way into the real world. Watching normal people at the wedding, we know instinctively that this is a world that Lulu can only watch, never fully participate in. But Tavernier blows no trumpets, he passes over this moment, like Wittgenstein, in silence. L.627 is filled with Brechtian moments. Lulu is consumed with his work, he films drug deals, watches them over and over at home. In an eerie moment, Tavernier SHOWS US a junkie falling in stupor, but Lulu, in contrast, points his camera away saying “That, I don’t film.” Tavernier wants to make us accessories after the fact.
“I feel as
if I know things better when I film them,” Lulu tells his wife. It’s nearly the
same line from Deathwatch. His wife asks why he’s never filmed her. There is a
strange charge to the moment, a lovely, weird intimacy between them, that makes
us feel like we’ve intruded. He also has a tortured intimate relationship with
Cecile, a junkie and a HIV+ prostitute. He needs her for his redemption. She is
his Ophelia, if he can get her off the drugs, he can justify his existence to
himself, forget the failures. The climax of their relationship is a harrowing
scene where Cecile takes off her clothes, her ribs sticking out. She tells him
to look at her. Lulu pretends to admire. We are allowed to gaze for a moment,
and then Lulu vents his fury and revulsion at what she is forcing him to give.
Tavernier is constantly pushing and pulling the boundary of acceptable
representation, forcing the audience to move fast, or risk getting lost.
But at the end, Cecile is able to escape her life, for the moment, but Lulu is trapped. Along with her address, he has lost his soul somewhere along the way. Welcome to the Tavernier universe.
But at the end, Cecile is able to escape her life, for the moment, but Lulu is trapped. Along with her address, he has lost his soul somewhere along the way. Welcome to the Tavernier universe.
Profoundly
rooted in a national culture, they refuse all spirit of insularity, serving as
proof of an openness of spirit, a curiosity and almost unique breadth of
vision…His intentions go beyond everyday naturalism, and lead to an irrational,
metaphysical intensity which bears innumerable visions. You don’t follow a
plot, you dive into a universe…
– Tavernier on Michael Powell.
The experience of plunging into Tavernier’s film-universe is unsettling. You seem to know all the landmarks, are comforted by the apparent naturalism and narrative structure. Then growing more alert, even nervous, begin to notice strange displacements. You begin to barrage yourself with questions: Who’s speaking the voiceover? Aren’t voiceovers bad? Shouldn’t we know more about these characters by now? Is this a political movie? What is he trying to sell?
Tavernier
loves and understands the nature of Hollywood ’s
expressionism more than most of us. Expressionism is a kind of romantic warping
of reality, an aesthetic compression of landscape, character and emotion into
the dense matter of the story. It is an arranged and violent marriage of few
words between the camera and the world. Sometimes out of it a great love is
born, but not often.
But there
has always been a dissident tradition in the film image. It is more in the
manner of a long courtship with the world. It is reverent, mindful, awake,
empty. It is the art of Jean Giono, of Chris Marker, Jacques Tati, and Yasujiro
Ozu.
Tavernier’s
films are both at once, and it is a mark of his characteristic rigour that
neither is ever sacrificed to the other. Bertrand Tavernier has never made a
movie except by choice, and his restless choices seem like a cunning dance to
avoid the traps of genre, formalism, complacency, and fashionable nihilism.
Confluence seems to be his supreme aesthetic principle. He aims to be the river
rather than the channel.
But he’s no
Zen master. Tavernier is a moral filmmaker, politically engaged, an eternal
scrapper, a man obsessed with lighting up dark corners of French history. He is
paradoxical, both a radical and a conservative. He is the president of the
Institute Lumière, which aims to preserve rapidly vanishing film culture in France . He is
active in the writers’ and directors’ guilds, and numerous activist
organisations. If the French film survives as a distinct cultural entity in the
new Europe , it will be in no small measure due
to the resistance, innovation, and continuity provided in equal parts by
Bertrand Tavernier.
His
narratively subversive films are deceptively user friendly. But their nature is
elusive; the films are likely to explode in your face and, as Tavernier said of
Powell, when they do, they bear innumerable visions.[iv]
Senses of Cinema
Depuis que mon pote Ben m’a fait
découvrir les joies du cinéma d’art et d’essai (entendre : voir des vieux
films parfois inconnus dans des petites salles du quartier latin avant de boire
plusieurs verres dans un bar en face), je multiplie les visionnages ! Mes
humbles critiques, courtes, je les publie sur mon compte Facebook. Mon dernier
film n’est pas forcément celui qui m’a le plus fait jouir, qui m’a le plus fait
réfléchir, qui m’a… Mais ma critique, toujours aussi humble, prend davantage de
place, et la taille étant l’inconvénient principal de Facebook, je profite de
mon espace personnel numérique pour la publier en toute liberté.
Je suis allé voir, un peu intrigué par
le titre et l’histoire, Death Watch (La Mort en direct)
de Bertrand Tavernier (1980), avec Romy Schneider, Harvey Keitel, Max Von
Sidow. C’est l’histoire d’un homme qui a une caméra greffée dans le cerveau et
qui filme donc tout ce qu’il regarde. C’est l’histoire d’une femme qui s’enfuit
pour « mourir libre ». Voulant échapper aux médias, en l’occurrence
une émission de tv, elle ne sait pas qu’elle est aidée dans sa fuite par
celui-là même qui la filme. Bande annonce.
Un film complexe, pas si facilement
accessible, où l’on y voit les absurdités morbides d’un real-tv qui n’existait
pas encore ; une Glasgow industrieuse et débordante de misère, de chômage,
de pauvreté (« ville idéale pour évoquer un monde qui se désagrège »,
dira le réalisateur) opposée à la flamboyante campagne écossaise, verte et
pure ; le voyeurisme d’une société où la mort est, comme le dira le
producteur cynique, cachée, occultée, élevée au rang de nouvelle pornographie,
et qui doit être révélée au plus grand nombre, individualisme de masse ;
les excès des paparazzi qui veulent savoir au risque de faire mal (prémonition
de la mort du fils de Schneider en 1981, qui apparaît avec un ballon dans le
film) ; l’avènement d’une société de contrôle où non seulement tout est
filmé, tout est retransmissible, mais surtout où chaque regard de l’homme est
potentiellement contrôlable ; une référence peut-être inconsciente au père
du gonzo journaliste Hunter S. Thompson (« Mon idée initiale était
d’acheter un gros carnet et d’enregistrer toute l’histoire comme elle se
produisait, puis de faire publier les notes, sans les réécrire […]. De cette
manière, l’œil et la tête du journaliste fonctionneraient comme une
caméra. » [1]), un Keitel enfantin, immature, coupable, marionnette,
hybride, effrayant (voir la scène où, souhaitant prendre le lit d’un autre, il
lui explique calmement la fragilité de l’os en haut du nez comparée à la
puissance du tranchant de sa main et des dégâts possibles sur la manière de
respirer) et une Schneider âgée mais rayonnante, condamnée mais digne, belle et
grave, perdue et déterminée, tous deux capables d’explosion d’humanité ;
un Harry Dean Stanton en producteur dégueulasse de cynisme matérialiste et
obscène ; la trahison et la dignité, l’amour et la violence …
Difficile de faire une meilleure
critique que Tavernier himself, qui ressent, après cette
reprise, de la « fierté [notamment] de constater que tout ce que disait le film restait
d’actualité et tristement prémonitoire. Ce qui se voulait une fable futuriste à
la Orwell était pratiquement devenue une œuvre néo réaliste. Je ne parle pas
seulement du traitement des médias, de la télé réalité […], de la dictature de
ces images où « tout est important mais rien ne compte », de
l’invasion de la vie privée mais toutes les autres touches qui montrent les SDF
parqués dans une église, chassés des centre ville, les professeurs remplacés
par des ordinateurs, les livres écrits par les ordinateurs. Toute cette
dramaturgie de l’inquiétude qui me valut les éloges de Paul Virilio. »
Laissons le clavier au critique cinéma
Jean-Luc Douin, de Télérama : « Appel à l’émotion […], c’est un film
fou qui parle directement au cœur, comme les opéras de Verdi. Ce dont on se
souvient, pêle-mêle, après le choc de la projection, ce sont d’images et de
sons. Un cimetière hugolien martelé par une musique littéralement cardiaque.
Une cathédrale gothique transformée en asile de nuit dont un blues tendre berce
la pénombre. Une femme radieuse qui porte sa mort comme une croix, illuminée
par une dignité que l’on ne trouve guère que chez Dreyer. Un îlot verdoyant du
fond de l’Ecosse, où règne la sérénité tandis que retentissent les chœurs d’une
symphonie moyenâgeuse. C’est beau. Pourquoi ?
Le savons-nous ? Nous sommes tous des
assassins. Les yeux grands ouverts sur le monde, qui n’en finit pas d’agoniser,
nous voulons voir toujours et encore. Sans cesse, nous oublions d’entendre. De
prendre la peine d’écouter. De nous mettre à la disposition du discours
d’autrui. C’est le spectacle qui nous intéresse. Ecouter, c’est le début de
l’engagement. Voir, c’est le début de l’égoïsme. Gavés que nous sommes par ce que
l’on appelle les médias (ce qui devrait servir d’inter-médiaire), que
faisons-nous d’autre ? Nous consommons des images qui ravissent nos yeux,
et auxquelles nos oreilles sont sourdes. Qu’est-ce que le cinéma, sinon l’art
qui nous offre la possibilité de regarder d’une chambre noire dans une chambre
éclairée par un trou de serrure ? Un art de voyeur. Et y a-t-il pire
tragédie que la Mort, qui nous rend à la fois scandaleusement impuissants, et
fascinés ? Tragédie dont la Rome antique avait su tirer un odieux profit
en organisant les jeux du Cirque, où tout un peuple venait hurler avec les
lions.
C’était compter sans l’honnêteté de Bertrand
Tavernier, qui n’a choisi de nous conter cette histoire échevelée, inspirée
d’un roman de David Compton, que pour nous proposer une réflexion sur le
voyeurisme. Le voyeurisme est une hydre à deux têtes. Il y a le voyeurisme du
spectateur, qui voit le film sans être vu, comme le producteur et le reporter
[du film] observent leur proie à travers une glace sans tain. Et celui du
cinéaste, auquel nous sommes également invités à nous identifier. Ce reporter
inconscient comme un gosse, auquel on a greffé des caméras dans la rétine et
qui sert d’instrument au cynisme de ses patrons, nouveaux Docteurs Mabuse des
pourcentages d’écoute, pour lesquels « Tout est passionnant, mais rien ne
compte ». Cet homme qui sert de chien de garde au Pouvoir, de sentinelle à
l’œil du Maître, et qui définit les limites du pouvoir démiurgique du créateur
en expliquant que sans la lune ou sans le soleil, un vitrail ne serait
« rien que du verre cassé ».
Cet homme-là, l’homme-caméra, est condamné à garder
jour et nuit les yeux ouverts. Mais aura-t-il la force de regarder jusqu’au
bout la Mort en face ?
On aura compris que La Mort en direct est un film
sur la morale du regard. Et que B. Tavernier montre l’exemple. Lorsqu’il
disserte avec talent sur le voyeurisme du cinéaste, il évite soigneusement
lui-même d’être coupable. Le voilà qui hésite à entrer dans la pièce où son
héroïne s’en est allée pleurer dans l’obscurité. Le voilà qui préfère prendre
de mouvantes distances avec sa caméra pour l’empêcher de se planter fixement
devant la moribonde. Le voilà qui décide de la laisser en paix lorsque cette
dernière tourne définitivement le dos à ses poursuivants.
Et le voilà aussi qui montre comment l’homme-caméra
(l’instrument du désir des autres), marionnette soumise aux caprices de ses
supérieurs et dont le moindre regard est retransmis sur écran en studios,
risque de se retrouver lui-même l’objet du plaisir visuel d’autrui : quand
il embrasse son épouse, quand il est observé par le judas d’une cellule de
prison. Bertrand Tavernier oppose magnifiquement la lumière, c’est-à-dire
l’indiscrétion, l’interrogatoire, à l’obscurité, c’est-à-dire l’intimité. Mais
il sait aussi que la lumière, ce peut être le clair et le beau, et que l’obscurité
peut cacher des horreurs. Littéralement irradiée par un éclairage presque
irréel, tant elle est baignée de sérénité, la fin du film, sage, calme, pure,
chante le triomphe de la dignité et de l’héroïsme sur la bassesse et le
déshonneur. A cet instant, la femme, grandiose, révèle que c’est elle qui
détient la clé de la morale. L’amour, sublime, surgit plus puissant que toutes
les souillures. La Mort en direct, alors, raconte comment une histoire d’amour
peut s’arrêter au milieu d’une phrase mais ressusciter au-delà des siècles.
Comment Orphée devient voyageur solitaire à trop vouloir mettre la mort aux
trousses d’une femme qu’il se met à aimer. Comment une femme, à qui les
ordinateurs n’ont pas réussi à voler le sens de la gravité, peut vaincre la mort
sale en puisant dans sa joie intérieure, malgré l’angoisse. Et grâce aux décors
fantastiquement quotidiens d’un Glasgow devenu l’entrepôt des valeurs déchues,
grâce à la richesse des comédiens réellement habités par leurs rôles, grâce à
une musique envoûtante, à de multiples détails, et à d’infimes rappels de tout
ce qui obsède son auteur, ce film – qui aurait pu s’appeler L’honneur
perdu de Katherine Mortenhoe et qui, un peu partout, épie la mort – nous donne,
étrange paradoxe, le goût du bonheur. »
Le dernier mot pour le
réalisateur : « Quand j’ai revu la copie de La Mort en direct […], j’ai
éprouvé un grand bonheur, ressenti une vraie fierté.
Le bonheur de redécouvrir le vrai film que j’avais
tourné et qui, au fil des années, avait été mis à mal dès sa sortie où le
distributeur, panique, avait retiré toutes les versions originales en anglais,
pensant que la VF serait plus commerciale. Le format Scope avec été refusé le
plus souvent à la télé, les copies que j’avais fait tirer s’étaient abîmées,
les couleurs s’étaient affadies. Là, j’ai retrouvé, intacts, tous les partis
pris de lumière, le lyrisme des paysages, des ciels d’Ecosse magnifiquement
photographiés par Pierre William Glenn qui font partie de la dramaturgie, les
quatre ou cinq nuances de vert dans le même plan. Et en opposition, la masse
sombre, austère, belle de Glasgow, sublime ville, avec ses bâtiments construits
par Charles Mackintosh et qui à l’époque était ravagée par le chômage, la
misère. Ville idéale pour évoquer un monde qui se désagrège. Et puis c’était
original de faire un film de SF dans des décors victoriens.
[…] Fierté devant la musique splendide d’Antoine
Duhamel, devant les décors de Tony Pratt […] : le marché aux puces créé de
toutes pièces avec le premier plan au streadycam dans un film français.
Fierté devant l’interprétation tout d’abord de
nombreux acteurs écossais qui n’avaient fait que peu de cinéma. Robbie Coltrane
qui fait le chauffeur de Romy tournait pour la première fois, est devenu une
star en Angleterre. Et bien sûr de Thérèse Liotard, de Harry Dean Stanton que
j’arrachais, avant Paris Texas, à ses rôles de cow boy et de
bouseux (« Si je pouvais au moins une fois dans ma vie, pendant un quart
d’heure, être aussi juste et organique que Harry Dean, j’aurai l’impression
d’avoir réussi ma vie d’acteur », disait Jack Nicholson). De Harvey
Keitel, fils spirituel de John Garfield, qui n’a pas son pareil pour exprimer
l’immaturité, le charme enfantin, la culpabilité. Je dus me battre deux ans
pour l’imposer. Max Von Sidow qui enracine émotionnellement toute la fin du
film et me bouleverse chaque fois qu’il parle du vent dans la prairie et des
lions qui se reposent. Et bien sûr Romy, divine Romy, qui m’apprit tant de
choses (notamment à ne pas couper trop vite à la fin d’un plan car elle me
faisait généralement des cadeaux inouïs, et aussi comment se débarrasser d’un
producteur). Romy qui me disait « C’est bien plus qu’un rôle », Romy
qui aidait à porter les rails de travellings, qui invitait sans cesse l’équipe
à dîner tellement elle était joyeuse sur ce tournage, Romy qui m’envoyait des
poèmes de Brecht, de Heine, m’écrivait des dizaines de lettres dont la première
disait : « Je serai ta Katherine, sans apitoiement ». Rien à
ajouter, elle cernait le personnage. Sinon que toutes les lettres étaient
signées Katherine. »[v]
[i] http://elcinefagodelalagunanegra.blogspot.com/2012/01/la-muerte-en-directo-la-mort-en-direct.html
[v] http://reflexionsdactualite.unblog.fr/2013/02/02/jai-vu-la-mort-en-direct-de-bertrand-tavernier/
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